En la cocina, el aroma de la sopa de caracoles llena el aire mientras mis tres pequeños se sientan en la mesa, sus ojos brillando con anticipación. En mi infancia, cada domingo, preparábamos esta sopa, siguiendo una receta que nos enseñó Joaquina, una joven que trabajó en casa cuando yo era niño. Recuerdo que, después de que Joaquina se fue de vuelta a su pueblo, mi padre asumió la tradición de los domingos de sopa de caracoles. Con paciencia y dedicación, siempre nos involucraba en la preparación, enseñándonos a limpiar los caracoles.

Aunque al principio el proceso parecía tedioso, pues nos agachamos en el patio mojado y metíamos las manos en una ponchera de agua fría, se convirtió en un momento de unión familiar. El hogo, con su mezcla de cebolla, ajo y tomates, era el alma de la sopa, y cada ingrediente se agregaba con un toque de cariño que mi padre nos mostraba con orgullo, pues antes de Joaquina, él solo hacía huevos y tajadas de plátano hartón.

Hoy, mientras cocino con los mismos ingredientes y el mismo esmero, veo cómo mis hijos se acercan curiosos, imitando los pasos que aprendieron de mí. La cocina sigue siendo el lugar donde ejerzo una paternidad diferente, un espacio donde las recetas no son solo sobre comida, sino sobre compartir historias y recuerdos. Cada cucharón de sopa que sirvo está lleno de amor y tradición, y al ver a mis hijos disfrutarla, sé que estamos construyendo nuestro propio legado, mientras mantenemos vivas las tradiciones que nuestra familia tomó prestadas de Joaquina.