Cada mañana de domingo, nuestra cocina se llenaba del aroma inconfundible del pandeyuca. Era un ritual que habíamos mantenido desde que era niña y que ahora compartía con mi propia familia. Aunque había conseguido la receta en la panadería de mi infancia, ahora los preparaba en casa. Me gustaba levantarme antes que todos y preparar la masa, combinando el almidón de yuca, el queso blanco, la mantequilla y el huevo. Mientras amasaba, los recuerdos de mi infancia se entrelazaban con el presente, evocando las mañanas de sábado en casa de mis papás, cuando me enviaban a comprar pandeyucas en la panadería “El Milagroso”, que quedaba a cinco cuadras de mi hogar.

Mi mamá se paraba en el portón mientras yo me acomodaba la lengüeta de los tenis blancos, rogándome que no corriera. Yo solo obedecía en el camino de ida, porque al regresar me ganaba la ansiedad por probar los pandeyucas. Hasta que un día me caí y los pandeyucas volaron por los aires. Aún tengo la cicatriz ovoide en mi rodilla izquierda.

Cuando los pandeyucas estaban en el horno, el aroma empezaba a despertar a mi familia. Mis hijos corrían a la cocina, aún con los ojos llenos de sueño, ansiosos por probar el primer bocado. Mi esposo ponía la mesa mientras yo sacaba las medialunas doradas y humeantes del horno. Nos sentábamos juntos, compartiendo no solo el desayuno, sino también historias y risas. En cada mordisco, se sentía el amor, mientras les contaba que al menos ellos no tenían que correr a ningún lado para probarlos.