El sol de la tarde de domingo iluminaba la cocina mientras yo rallaba la yuca y el queso, siguiendo la receta de un libro de cocina que me regalaron cuando me casé hace más de diez años y que nunca supimos quién fue, pues apareció en la mesa de regalos sin envoltura ni tarjeta. Ahora siempre lo tengo a mano cuando me atacan los antojos de mi segundo embarazo. Mi hijo mayor estaba a mi lado, apenas alcanzando la mesa, intentando ayudarme a mezclar los ingredientes con sus manitas curiosas.

Su entusiasmo me recordaba a mis propias tardes de infancia, cuando mi mamá nos reunía a mis tres hermanos y a mí para hacer panelitas, gelatinas y quequis. Ahora, el aroma del coco y la canela llenaba el aire, y en ese momento, supe que no solo estábamos preparando un postre, sino también alimentando nuestra conexión familiar con recuerdos que mi hijo atesoraría por siempre.

Mientras horneábamos el enyucado, mi esposo se comía el coco que sobró y observaba la escena con una sonrisa. La cocina era el centro de nuestro hogar, un lugar donde cada receta guardaba una historia y cada plato, un recuerdo. Al sacar el enyucado dorado del horno, todos nos reunimos alrededor de la mesa, saboreando el dulce sabor de la tradición, el amor y la herencia que compartíamos. En esos momentos, comprendí que cada receta era un puente entre generaciones, un lazo que mantenía vivo nuestro legado familiar.