Cada vez que cocinábamos fritters, se sentía como una celebración en casa. Mi papá y mi mamá trabajaban juntos en la cocina, siempre con sonrisas y miradas cómplices. Desde la mesa, mi hermano y yo observábamos fascinados cómo transformaban los bananos maduros en una masa dorada y crujiente. La cocina se llenaba del aroma dulce y reconfortante, y el sonido del aceite chisporroteando era la promesa de un delicioso banquete. Mi papá, con su habilidad innata para freír los fritters a la perfección, siempre decía que la clave estaba en la temperatura del aceite, mientras mi mamá preparaba la masa con paciencia y amor.

Ahora, papá ya no está con nosotros, y esas tardes de fritters se han convertido en recuerdos imborrables de mi infancia. Cada vez que veo a mis padres en mi mente, los imagino riendo y cocinando juntos, su amor palpable en cada gesto. Su alegría y complicidad no solo llenaban nuestro hogar, sino también nos enseñaron a mi hermano y a mí el verdadero significado de la familia. Preparar fritters ahora es un acto de amor y homenaje a ellos, una manera de mantener viva la memoria de esos días felices en los que todo parecía perfecto, y donde el amor se expresaba en cada bocado compartido alrededor de la mesa. Comer fritters es regresar a la isla aunque no físicamente, por eso nunca he dejado de prepararlos.